En la decoración de las ánforas y los motivos de los
mosaicos de los griegos clásicos, los nadadores aparecen representados sobre
mares de geométricas olas, surgiendo de las profundidades unos delfines, el dios
Poseidón y los gigantescos leviatanes.
Hace algunos años con rumbo al estrecho, amanecimos
en el mar de Alborán sin viento alguno. El velero avanzaba a motor con un run
run cadencioso que invitaba a seguir en el catre si no fuera por un sol que
inundaba la camareta con calor y luz penetrantes. Sobre la cafetera que
desprendía un aroma intenso a café recién hecho, se balanceaba un colgante con
delfines de metal dorado que tintineaban al golpearse entre ellos. Al abrir los
ojos poco a poco para evitar la intensa luz, llegué a pensar que seguía soñando,
pues todo parecía perfecto y pulcro, incluso el cielo impoluto y el sol no
parecían reales, pues a tan temprana hora ya lucía radiante.
Al subir a
cubierta sentí en mi cara el escaso viento que producía el velero al avanzar
sobre el mar en calma chicha. Al poco rato vimos asomar sobre la superficie unos
grandes lomos negros. Era una familia de ballenas piloto que se entretenían
chapoteando. Poseído por un impulso incontrolable, apagué el motor y cuando la
bomba de agua escupió la última bocanada de agua por el costado, todo quedó en
silencio mientras el velero avanzaba durante un tiempo por efecto de la inercia.
Los grandes mamíferos marinos nos siguieron hasta que el barco se paró y quedó
suavemente mecido por un imperceptible mar de fondo. Un bolígrafo en la mesa de
cartas empezó a sincronizarse con el balanceo y el repiquetear de los delfines
de metal que nos llegaba desde la camareta. Aquellas ballenas asomaron sus
cabezas y nos observaron con sus enormes ojos negros. Me pareció que cada uno a
través de su mirada nos hablaba. Unos se mostraban curiosos, otros amables,
incluso alguno receloso y amenazante.
Sin precaución ni prudencia alguna, de los tres que compartíamos
navegación, uno se quedó al cuidado del velero y los otros dos nos dejamos
descolgar suavemente por la escalerilla de popa sumergiéndonos en unas azules,
quietas y transparentes aguas que destellaban bajo la luz de la mañana.
Me he
bañado en medio del océano a profundidades de miles de metros. En aquella
aparente desierta inmensidad, no puedo evitar el pensar en las numerosas y
extrañas criaturas que pueblan los fondos abismales que a miles de metros
adivinas bajo tu cuerpo. Aquel día sin embargo, nos pareció que estábamos solos
en un espacio infinito imbuidos en un tiempo que se había detenido. Los
cetáceos, se acercaron a nosotros y sincronizaron sus cuerpos con nuestros
movimientos. Dejaban que nos aproximáramos y casi podríamos llegar a
acariciarlos sin poder alcanzarlos nunca. Con un leve y casi inapreciable
movimiento, siempre mantenían entre nosotros y ellos un palmo de distancia. Los
primeros en acercarse fueron unos mas pequeños, a los que siguieron otros más
voluminosos. Uno de los más grandes se quedó quieto delante de nuestras cabezas.
Parecía desafiante al principio, pero su mirada pronto se tornó inquisitiva y
curiosa, pasando al final a parecer tierna y confiada. Sonreímos y nos pareció
que él nos devolvió la sonrisa. ¿Cómo podría ver la expresión de una sonrisa
únicamente en la mirada de un ojo tan grande y negro que yo mismo podía verme
reflejado?
Os doy mi palabra: los dos que aquel día nadamos entre ballenas
piloto, cuando sacamos la cabeza para tomar aire, comentamos al unísono:
¿Has
visto? Nos ha sonreído.
Muchas veces, el recuerdo de aquella mañana me sirve
de bálsamo para los sinsabores del día a día. Quizás todavía viva aquella curiosa
ballena que nos observó por breves momentos. Quizás sea la nieta de la que un
día guió a los argonautas. Quizás las rizadas olas que se forman en la estela de
mi velero, sean hermanas de las que inspiraron las olas de las ánforas y los
mosaicos, quizás la expresión de los ojos de aquella ballena inspirara a los
griegos la misma ternura que a nosotros aquel dia y como a nosotros nos recordó
que un día fuimos los mismos seres, hermanos primigenios en la cadena evolutiva
que un día nos separamos y pasadas millones de generaciones, nos volvimos a
encontrar fundidos en un mar transparente e impoluto, aquel día en el
Mediterráneo.