Por Francisco Figueroa
Cuando hablamos de Biofilia expresamos una sensibilidad hacia los seres vivos, mayormente a los animales y plantas, y por ende con el propio proceso de la vida. En la acepción clásica de Edward O. Wilson, quien acuñó el término hace un cuarto de siglo definiéndolo prácticamente en el mismo título de su libro Biophilia. The human bond with other species [Biofilia. El vínculo humano con otras especies] correspondería a nuestra “tendencia innata a fijarnos en la vida y en los procesos vitales”, o sea, “en el grado en que llegamos a entender otros organismos les damos más valor, a ellos y a nosotros mismos”. Para ello Wilson partió de un concepto homónimo, la biofilia de Eric Fromm.
Desde ahí se ha venido entendiendo como el amor a la vida, y sería algo que llevamos muy dentro, una necesidad psicológica profunda, y algo que tal vez podría estar presente de algún modo en el genoma; recuerdo al respecto una memorable entrevista de Eduard Punset a Edward Wilson.
A mí me gusta el sentido que le venimos dando en As Salgueiras, la afinidad de los humanos a todo proceso biológico y como base del amor a la naturaleza, o a la vida si somos literales. Desde ahí se puede entender la afectividad hacia los animales, de compañía y salvajes, más allá de cualquier temor instintivo de autoprotección. Ese amor a la vida estaría, pues, también relacionado con el espíritu de supervivencia de la especie y de la vida en sí misma: formaría parte de un instinto de conservación de la propia vida genéricamente. Parece que la biofilia está presente de forma más intensa en los primates más evolucionados incluyéndonos a nosotros, aunque seguro que todos recordamos aspectos del comportamiento de otros animales no lejanos al concepto de biofilia. Y desde ella se puede en parte explicar el efecto terapéutico de la relación con los caballos y con otros animales.
Cabe considerar la biofilia en un sentido expandido, desde ese “amor a la naturaleza” como un vínculo intenso con el Paisaje, algo que ya enunciara de aquella manera tan bella y humanizada Fernando González Bernáldez cuando hablaba de la “adaptación afectiva al entorno”, tanto si entendemos el paisaje desde planteamientos sistémicos como el conjunto de patrones visuales y estructuras que observamos en un lugar, las funciones y flujos de sus elementos y la dinámica de su evolución, o como definió Francisco Díaz Pineda, la "percepción plurisensorial de un sistema de relaciones ecológicas”. Incluso si lo entendemos tan sólo como mero constructo mental, aquella porción del mundo que percibimos como escenario, un escenario al que pertenecemos y en el que nos desenvolvemos con otras especies y cuya dinámica influimos con nuestras actividades. Un escenario en el que sin embargo los actores no son únicamente seres vivos, sino también elementos no vivos (aunque esta consideración sea a veces un tanto arbitraria), como el geosistema, que junto a la dinámica, la historia implícita del lugar (el criptosistema), hace que lo que vemos (el fenosistema) sea como es en el momento en que lo contemplamos.
El genius loci comienza actuar ya en y desde esos elementos de la gea, como fácilmente podemos ver en As Salgueiras: la geomorfología de colinas y valle, los cursos de agua, la laguna, la braña en lo alto, los penedos que afloran… y singularmente la peña hendida junto al carballo que la abraza, y que para mí simboliza esa unión en el paisaje de los factores bióticos con los abióticos.
Y desde esa consideración expandida de la biofilia, incorporando también los elementos aparentemente no vivos (pero con su propia dinámica y su interrelación con los elementos vivos y sus procesos, incluso condicionándolos) constatamos que el paisaje también tiene efectos terapéuticos, y así se está empleando especialmente en el mundo anglosajón.
El estar en el paisaje, el contemplarlo, y el deambular sintiéndose parte de él, el paseo (como ya meditara Thoreau) nos hace bien y nos libera interiormente, y eso va más allá de la terapia, es algo bueno para todos.