Durante los meses de octubre y noviembre, Nepal celebra su principal festival religioso, el Dasain. Esta festividad hindú conmemora el triunfo de las fuerzas del bien, personificadas en la diosa Durga, sobre los demonios encabezados por el malvado Mahishasura. Durante quince días, se suceden las celebraciones, los ritos, las comidas... Los mayores bendicen a los más jóvenes untando su frente con tikka, una mezcla de arroz, yogur y vermellón. Y como sucede en las fiestas de las comunidades rurales de todo el mundo, este festival es también una ocasión para comprar y estrenar ropa nueva.
Pero lo más interesante del Dasain es el papel central que el juego desempeña en las celebraciones. Como sucede en buena parte de Asia, el festival se anuncia con el vuelo de cometas, con competiciones en las que adultos y pequeños rivalizan a ver quien llega más alto o quién es capaz de derribar más juguetes del adversario. Pero más que las cometas, el emblema del Dasain son los ping, los columpios que se construyen en campos, calles, plazas o cruces de caminos durante estos días. Unas largas varas de bambú, cuerdas y un par de troncos o tableros es
todo lo que se necesita para poner en pie unos columpios elegantes,
estilizados, cuyo diseño rivaliza con cualquiera de las creaciones que
pueden surgir de los ordenadores de un gabinete occidental.
Realizados con materiales tradicionales, los ping representan los valores de convivencia y colaboración de las comunidades nepalíes. Se construyen entre todos, entre grupos de vecinos, adultos, mayores, jóvenes y niños, y todos juegan en ellos. Los más pequeños, lo hacen sentados, los más atrevidos, de pie, desafiando el vértigo de balancearse en un asiento cuya sujección puede encontrarse a más de seis metros de altura.
La imagen de un niño en un columpio sugiere innumerables metáforas. El movimiento perpetuo, incansable, de la infancia. El retroceso sugiere reflexión, y el avance, iniciativa. Y ese grado de suspensión, ni siquiera un segundo, en el que el columpio flota en su punto más alto antes de volver a caer, lleva a experimentar la ingravidez como una cierta magia, la promesa de que casi todo puede ser posible, hasta volar. En nuestro mundo occidental en el que tantas veces perdemos las tradiciones por no saber adaptarlas a nuestros tiempos, es oportuno recordar que las fiestas no se miden en vatios o decibelios. Que el ruido no es la causa de la fiesta, en todo caso, su consecuencia. Y que pocos valores parecen más hermosos que los que convierten a un niño jugando en un columpio en una imagen de la posibilidad del triunfo del bien en el mundo.