Muchos padres tienen la costumbre de leer un cuento a sus hijos antes de dormir. Son padres excelentes, que saben que acostumbrar a los niños al placer y el hábito de la lectura es uno de los mayores regalos que pueden ofrecerles. Y hay padres que, cada noche, sin libros de por medio, son capaces de inventar un cuento para sus hijos, a partir de sus animales favoritos, de las vivencias del día, de personajes clásicos como reyes o payasos... estos padres son verdaderamente mágicos.
Pocas cosas impresionan más a un niño que ser testigo del ejercicio de la narración, comprobar como de la boca de un adulto fluye como por arte de magia una sucesión de peripecias inagotable sobre la que, además, pueden actuar ("no mamá, no era un caballo blanco, era una cebra disfrazada que se había pintado con talco las rayas negras"). Hasta hace bien poco, cuenta cuentos, bardos, poetas, juglares y narradores contaban con un prestigio especial. Muchos abuelos gallegos recuerdan la fiesta que suponía la visita a la aldea de una compañía de titiriteros como la de Barriga Verde. La generalización de la alfabetización, el acceso a los libros y el auge de los medios audiovisuales ha llevado a relegar un poco la costumbre de inventar cuentos. Los niños son hoy, sobre todo, espectadores y lectores pasivos de historias escritas por otros, con personajes de éxito que mantienen una iconografía rígida, y con aventuras tan espectaculares como repetitivas en la mayoría de los videojuegos del mercado (salto, voltereta, doble click...)

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