Los números son contundentes: la mitad de los menores de 10 años que
viven en la Unión Europea
utilizan el teléfono móvil. En España, según los datos del Estudio sobre seguridad y privacidad en el uso de los servicios móviles
por los menores españoles, elaborado por Inteco, la edad de inicio oscila entre los 10 y los 12 años, con la realización de
fotografías, el acceso a las redes sociales y a los juegos como usos más
extendidos. Frente a este virus de la conexión telefónica permanente, padres y
consumidores se esfuerzan por fomentar un consumo responsable de tiempo, gasto
y servicios. Cerca de un 20% de los menores aseguran haber sufrido
algún tipo de estafa o fraude a través de su móvil. Asimismo, padres, pedagogos
y unidades especializadas de las fuerzas de seguridad, trabajan para atajar
fenómenos como el ciberacoso, la difusión de datos de la intimidad de los
menores o el acceso de éstos a contenidos de carácter sexual inapropiado para
su edad.
Junto con estos riesgos bien conocidos, la omnipresencia de los
teléfonos móviles presenta otras implicaciones cognitivas y educativas que
conviene analizar. En ocasiones se menciona la moda japonesa de los
hiquicomoris, adolescentes que se encierran en sus habitaciones y solo se
relacionan con el mundo a través de sus terminales de ordenador, como un
ejemplo extremo de los riesgos del abuso de las nuevas tecnologías. Convendría que
nos preguntáramos si la presencia masiva del móvil no nos convierte, a nosotros
y a nuestros hijos, en un nuevo tipo de hiquicomoris, capaces de salir de la
habitación, pero incapaces de interactuar con el mundo sin el filtro del
teclado virtual o la cámara de nuestro teléfono móvil.
En la etapa final de la infancia y durante la adolescencia, se
producen una serie de cambios fisiológicos y psicológicos claves en el
desarrollo personal. Buena parte de estos cambios se realizan a partir de un
proceso de aprendizaje que implica un nuevo modo de aprehender el mundo. El
desarrollo invita a interactuar de un modo nuevo con el entorno y con nuestros
semejantes. El niño se siente capaz de probar nuevas cosas, de renovar su interacción con el entorno, de intentar nuevos retos. Desde el incremento de
la autonomía personal a las primeras relaciones sentimentales, todo pide una
mayor implicación del sujeto, una mayor reflexión acerca de qué y el porqué de
las cosas.
Del mismo modo que jugador y espectador son papeles diferentes, actuar
pendiente de fotografiar lo hecho con un teléfono móvil distorsiona el modo de
actuar. Los grandes reporteros gráficos señalan que la cámara
marca una distancia entre ellos y la realidad que retratan. Esta distancia, que
permite a un adulto realizar fotos en un campamento de refugiados o en una
tragedia ferroviaria, puede resultar negativa para menores que, en un momento
clave de su desarrollo, necesitan implicarse en sus experiencias, hablar con
sus semejantes. Las fotos de una visita al campo no pueden sustituir la
experiencia de subir a un árbol o acariciar a un animal; el intercambio de
mensajes breves no sustituye a una conversación; tener 5.000 amigos en las
redes sociales no elimina la sensación de soledad; un broma pesada recogida en
vídeo se despersonaliza y se diluye el malestar que puede haber causado; un
beso colgado en Facebook deja de ser magia entre dos para ser consumo de todos.
En Nueva York, ese gigantesco laboratorio humano, empiezan a ser
frecuentes las invitaciones a bodas o actos de todo tipo que explicitan la
prohibición de llevar móvil. Y en muchos restaurantes se ha puesto de moda un
juego que consiste en dejar los móviles en el centro de la mesa. El comensal
que no resiste la tentación y contesta una llamada o coge el móvil para
realizar una foto, debe pagar la cena. Parece oportuno que pensemos también en diseñar
espacios y horarios sin móvil para los menores. Porque no necesitan mirar el
mundo sino zambullirse en él.
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