31 de agosto de 2010

¿Verde y con cuatro patas? ¿Sería una rana?

Por Miguel Moreno

Ayer fui con mis hijos a un parque de Gondomar, un pueblo de Pontevedra. El parque está dividido en dos zonas: la de los columpios para niños y la de los columpios para adultos. Absolutamente todos los niños estaban en la zona de columpios para adultos, que parecían aparatos de rehabilitación física. Yo estuve sentado toda la hora en un banco de la zona infantil pensando mientras miraba de lejos a mis hijos.

Por lo que hace un mes escuché en As Salgueiras, renuncié a acercarme más a mis hijos y a mediar en un posible conflicto con otro chaval mayor que ellos. Otros padres andaban por allí detrás de sus hijos mostrándoles el correcto uso de esos columpios tan extraños, pero yo me limité a observarles desde lejos sin decirles nada, aunque encomendándome a sus ángeles de la guarda, porque cada dos por tres estaban a punto de romperse la crisma. Pues bien, ni se pelearon con aquel chaval ni se rompieron nada a pesar del 'uso indebido' que hacían de esos columpios. Aparentemente, con los chavales y sus padres tuvieron una relación muy cordial: abandonaban un columpio sin la más mínima contrariedad si veían que un niño más pequeño pretendía disfrutarlo y observaban a continuación cómo lo manejaba la criatura. Con el chaval mayor establecieron un sistema de turnos: se cedían el puesto sin tiranteces y sin que nadie les hubiera dicho nada. Y eso que aquel chaval, a tan temprana edad, ya peinaba una cresta punk a lo 'the exploited'.

Cuando, después de una hora, regresábamos a la casa de mis suegros, me fueron contando qué habían hecho: habían conducido una 'nave espacial', navegado en un 'barco pirata'... Ni una sola vez tuve que llamarles la atención por algo ni decirles nada. En efecto, los niños son niños, pero no imbéciles, como parece suponer buena parte de la pedagogía actual. Me resultó muy gratificante ver cómo el tobogán, y los elementos típicos de un parque de Madrid, no les atraían y preferían trepar por aquellos artilugios de metal que, precisamente por carecer de nombre, podían ser lo que a ellos les diera la gana. Según vi, el propio artilugio que amenazaba con romperles la cabeza perdía protagonismo progresivamente: eran ellos mismos y otros niños los que ocupaban el auténtico centro de interés compitiendo entre ellos, ayudándose y riéndose. Fue curiosísimo. En más de una ocasión tuvieron una caída que, en cualquier otro parque, habría dado lugar a incesantes berridos y a un mar de lágrimas. Pero en aquel momento no debía tener mucho interés reclamar la atención de un adulto, así que se levantaban de inmediato y volvían a trepar por aquellas estructuras.

Sólo en una ocasión vino corriendo a mi encuentro Nicolás, que acaba de cumplir 5 años: según decía, un bicho verde con cuatro patas le había picado. ¿Verde y con cuatro patas? ¿Sería una rana?... Le dije. No, las ranas no pican, me respondió muy seguro. ¿Un saltamontes?… Sí, un saltamontes, ¡era un saltamontes! ¿Tenía las patas traseras dobladas? No sé, pero era un saltamontes. Pero los saltamontes no pican, Nicolás. (¿?)... No sé, papá, era verde y con cuatro patas y me ha picado en el dedo. Y, después de enseñarme el dedo, salió corriendo hacia los columpios de mayores. No sé qué bicho le habría picado, pero ni lloró ni sé quejó, sólo venía a contarme el suceso y volvió de inmediato al lugar de los hierros articulados. Yo, cuando dejé de rogar a sus ángeles de la guarda, estuve pensando tranquilamente en mis asuntos, algo en verdad extraordinario, porque nunca he hecho tal cosa cuando llevo a mis hijos a un parque de Madrid: los continuos alaridos de los niños y padres -toda una polución acústica que estresa tanto a los adultos como a los niños- y las pequeñas agresiones entre ellos hacen que mi atención se centre en qué les puede ocurrir a los críos, y en cuándo procede intervenir para mediar en los conflictos diplomáticos provocados por el uso de un dichoso columpio o por la tensión que produce el acceso a un ámbito territorial del parque en el que un grupo de niños más mayores se ha constituido en la autoridad soberana y competente. Y eso es lo normal incluso en un barrio como Vallecas que, en contra de lo que se cree, conserva todavía cierto ambiente comunitario y un sentido de pertenencia bastante sólido si lo comparamos con lo habitual en Madrid.

Me pareció muy interesante lo que vi y escuché en As Salgueiras, pero no me esperaba que un par de visitas tuviera un efecto tan inmediato.

3 comentarios:

  1. No sé cómo es en Pontevedra o Galicia, pero en Madrid, Barcelona o las grandes capitales europeas se vive con estrés variados e intensos, gran parte del tiempo sin darse cuenta uno de ello, cuyos efectos, entre tantos otros, conllevan a un miedo generalizado entre padres a lo que puede pasarles a sus hijos y por consiguiente un proteccionismo excesivo hacia éstos. Esto se traduce a nivel comunitario en ciertas reglas absurdas para calmar a la población, y a la vez obtener alguna ventaja política.

    ResponderEliminar
  2. Oye, los exploited, grupo escocés de punk-rock, son de otra era. Más bien el chaval tenía un peinado a lo Beckam, luego copiado en todo el planeta hasta por personalidades del Hola, por futbolistas, deportistas etc. Ahora miles de madres peinan a sus chicos así porque lo encuentran chulo!!!

    ResponderEliminar
  3. Aunque los Exploited sean de la época del thatcherismo, el chaval llevaba una cresta en plan mohicano, como la de Buchan (http://antitankproject.wordpress.com/2008/07/06/anti-tank-poster/wattie-buchan/) pero sin teñir y un poco más corta. Ya he visto muchos niños con aspecto pintoresco, pero lo de aquel era realmente llamativo. Tal vez su madre fuera una skingirl en sus tiempos mozos.

    ResponderEliminar

Deja tu comentario en As Salgueiras