29 de octubre de 2010

Somos animales de manada

Por Paula Leyenda

Aprovecho unos comentarios de este blog y una noticia leída en La Voz de Galicia para hacer una pequeña reflexión sobre la dependencia. Acuden bastantes niños con funcionalidad diversa a As Salgueiras. Se les facilita sesiones de hipoterapia sin pedirles nada a cambio, encuentran un espacio para el juego y la integración en el que las pequeñas sillas de ruedas no son obstáculo para la diversión y todos lo pasamos genial.

Aunque hay instituciones que cobrarían un dineral sólo por proporcionar un espacio de integración y juego a personas con discapacidad, nadie en As Salgueiras tiene conciencia de estar siendo especialmente generoso. Y la finca no recibe ni un euro del dinero público. Ayudar a los demás es tan natural en As Salgueiras como la hierba que crece en sus prados. ¿Por qué se pueden divertir tanto allí los niños con discapacidad? Creo que todos tenemos una solidaridad espontánea que en As Salgueiras se intenta potenciar. En cierto modo, los seres humanos somos “animales de manada” y cuidamos unos de otros. Nuestras relaciones no se limitan a la estricta justicia, también atendemos al débil o al dependiente sin esperar otra cosa que su satisfacción. Nuestra ayuda puede buscar que una persona termine valiéndose por sí misma, que sea autosuficiente. Pero también nuestra ayuda puede orientarse a que esa persona no perciba sus limitaciones o su dependencia como un estigma que le margina, como algo que le impide formar parte de una comunidad como uno más. Ancianos, personas con discapacidad o enfermas,… son dependientes. Pero, en el fondo, todos somos dependientes. Todos tenemos o podemos tener algo que nos hace vulnerables, aunque sea algún defecto de nuestro carácter o de nuestra forma de ser. Y esperamos que sea comprendido por los demás. Y cuando somos comprendidos de forma natural, sin pagar un extra por nuestra dependencia, es cuando formamos parte de una comunidad, cuando nos integramos y cooperamos con los demás.

Los problemas vienen cuando dependemos de cosas o de instancias burocráticas que no nos tratan como personas, sino como números. Es lo que les ocurre a esos niños a los que los servicios públicos les han conducido a una situación kafkiana y deben ir en taxi todos los días desde el colegio al comedor, tal y como leemos en la noticia de La Voz de Galicia. Y es lo que en alguna medida nos ocurre a todos en una sociedad burocratizada, consumista e impersonal como la nuestra.

27 de octubre de 2010

La muerte tiene gancho

Por Xulio Correa.
La muerte tiene interés, es recurrente en la literatura y habitual en los telediarios, la muerte es el final y cuanto más importante sea lo que se acaba más repercusión mediatica tendrá, la muerte mueve a la gente, miles de personas visitan cada dia en Roma el cadáver del imperio romano e imaginan la vida en la època de los emperadores, miles de personas visitan cada verano los glaciares de los Alpes y de Noruega, imaginan su esplendor, ven sin usar sus ojos el hielo ya derretido y se fotografian ante el blanco-azul moribundo.
Pero atención, cuando el glaciar se muere, nace el río.

He titulado esta imagen "Hazme una foto en La Mer de Glace"

Y José Luis Garia Herrera ha titulado este poema "Briksdalsbreen, lengua de glaciar"
No te engañe la vista ni el corazón se exceda
al robarte la memoria de la sangre.
Frente a ti yace el mar. Sólido y rotundo
como antaño fuera sobre el fuego de la tierra.
Pero este mar llora en la ladera del tiempo
y su frialdad cede ante nuestras voces
y nuestras huellas de asfalto y carretera.
Mas no te engañen tus ojos rociados por sales de plata.
Esta quietud soberbia imita el bandoneón de las olas
y a ellas acuden aves fugitivas de la noche eterna.
El mar fue hielo. Hielo azul. Azul misterio.

25 de octubre de 2010

Anestesia


Por Miguel Moreno


Este viernes en As Salgueiras un odontólogo equino le extrajo un diente a un poni. Es indudable que los avances científicos nos han beneficiado mucho: ir hoy al dentista es desagradable, pero debía ser algo realmente espantoso que te sacaran una muela sin anestesia.

Es sabido que la aplicación de ciertos avances tecnológicos trae consigo algunos efectos secundarios no deseados. El más conocido es el deterioro medioambiental, pero no es el único. En el transfondo del progreso tecnológico late en ocasiones un optimismo rayano en la ingenuidad. Después de leer cómo llega a manipular el ser humano a un animal tengo mis dudas sobre nuestros posibles éxitos manipulándonos a nosotros mismos, o a nuestros hijos, con la biotecnología. No me estoy refiriendo a los avances médicos en la genética, sino a la pretensión de diseñar a nuestros hijos a la carta, sin ningún defecto, inteligentes, rubios, altos, con ojos claros,...

El problema medioambiental no es el único efecto nocivo que ha provocado nuestra civilización tecnológica. También nuestra sociabilidad acusa un importante deterioro y se han erosionado nuestros vínculos comunitarios. Recuerdo un anuncio publicitario en el que una agobiada madre pedía ayuda a su familia para fregar los platos después de la sobremesa. De inmediato, hijos y marido desaparecían raudos de su vista y quedaba sola en la cocina ante una montaña de sartenes y platos grasientos. Afortunadamente, la tecnología acudía presta en su ayuda. No tenía que preocuparse gracias al nuevo lavaplatos «xzy», que lavaba todo dejándolo resplandeciente. Qué alivio. El spot concluía con la sonrisa de la madre henchida de gozo junto al lavaplatos que se anunciaba. Pero por maravilloso que fuera el electrodoméstico, a mí me habría deprimido bastante la situación de esa madre. Es importante un mínimo de comodidades, pero mucho más importante es que tu familia esté dispuesta a echarte una mano cuando lo necesitas. Digo yo. Lo que me parecía más preocupante no era el anuncio en sí, sino el hecho de que algo tan poco simpático pudiera conectar con un público amplio, hasta el punto de que los publicistas lo concibieran como algo con gancho.

La tecnología nos hace más cómoda la vida, estupendo. Pero puede anestesiarnos como seres humanos cuando recurrimos a ella para que sustituya a la naturaleza y a nosotros mismos en aquello que no nos debe sustituir.

23 de octubre de 2010

Huevos terapéuticos

Por Manu Iglesias

El abuelo Tino tiene unas gallinas paisanas que viven como unas reinas picoteándolo todo debajo de los manzanos. Ponen unos huevos de excelente calidad, pero no sólo es su calidad lo que les otorga valor. Desde que se hizo con esas gallinas, el abuelo se dedica muy solícito al cuidado y alimentación de las aves. Las gallinas le conocen y corren detrás de él cuando ven que les prepara una verdura o los restos de arroz que han sobrado de la comida. Nunca olvida llevar a sus gallinas arenas de concha o espinas machacadas, pues dice que son lo mejor para que tengan una buena digestión. El abuelo Tino ha llegado a apreciar tanto a sus hermosas gallinas que, cuando la gente le aconseja que las mate para hacer un caldo, porque son viejas y han dejado de poner, él contesta: "Yo también soy viejo, y no quisiera que nadie me matara por serlo".

Aunque los huevos son un trofeo a su esmerada dedicación, todo indica que el abuelo no busca rentabilidad en su producción. Los que recolecta en una semana no pagarían ni la gasolina que gasta cuando se desplaza a la finca que tiene a las afueras de la ciudad para atender a sus gallinas. Desde un punto de vista económico, esos huevos serían los más caros del mundo. ¿Por qué el abuelo Tino atiende entonces tan laboriosamente a sus gallinas? Porque es feliz cuidándolas. Y los huevos que todos alabamos le hacen sentirse bien. Él hace posible que sus gallinas pongan tan magníficos huevos, y en ellos percibe su propia valía y la de sus gallinas. Se desvela tanto en sus cuidados que pensando en ellas no se acuerda de sus achaques.

Cuando las gallinas le ven llegar, corren detrás de él, se dejan coger y, en sus enormes manos curtidas por el trabajo, se vuelven tiernas mientras él las acaricia y les habla. Las conoce a todas por su nombre y le encanta mostrar cómo acuden de inmediato a su llamada, como si les fuera la vida en ello. Viendo esa escena, nos preguntamos cuántas pastillas y visitas al médico se ahorra el abuelo: no tiene tiempo ni ganas de estar en salas de espera de consultorios médicos; está ocupado en la producción de los huevos de tan felices gallinas. Le resultan muy aburridas las conversaciones sobre la salud que suelen tener las personas de su edad. Así pues, parece que al abuelo Tino le salen muy caros los huevos, pero se ahorra un buen dinero en consultas y medicamentos. Son unos huevos muy terapéuticos.

22 de octubre de 2010

Biofilia y paisaje


Por Francisco Figueroa

Cuando hablamos de Biofilia expresamos una sensibilidad hacia los seres vivos, mayormente a los animales y plantas, y por ende con el propio proceso de la vida. En la acepción clásica de Edward O. Wilson, quien acuñó el término hace un cuarto de siglo definiéndolo prácticamente en el mismo título de su libro Biophilia. The human bond with other species [Biofilia. El vínculo humano con otras especies] correspondería a nuestra “tendencia innata a fijarnos en la vida y en los procesos vitales”, o sea, “en el grado en que llegamos a entender otros organismos les damos más valor, a ellos y a nosotros mismos”. Para ello Wilson partió de un concepto homónimo, la biofilia de Eric Fromm.

Desde ahí se ha venido entendiendo como el amor a la vida, y sería algo que llevamos muy dentro, una necesidad psicológica profunda, y algo que tal vez podría estar presente de algún modo en el genoma; recuerdo al respecto una memorable entrevista de Eduard Punset a Edward Wilson.

A mí me gusta el sentido que le venimos dando en As Salgueiras, la afinidad de los humanos a todo proceso biológico y como base del amor a la naturaleza, o a la vida si somos literales. Desde ahí se puede entender la afectividad hacia los animales, de compañía y salvajes, más allá de cualquier temor instintivo de autoprotección. Ese amor a la vida estaría, pues, también relacionado con el espíritu de supervivencia de la especie y de la vida en sí misma: formaría parte de un instinto de conservación de la propia vida genéricamente. Parece que la biofilia está presente de forma más intensa en los primates más evolucionados incluyéndonos a nosotros, aunque seguro que todos recordamos aspectos del comportamiento de otros animales no lejanos al concepto de biofilia. Y desde ella se puede en parte explicar el efecto terapéutico de la relación con los caballos y con otros animales.

Cabe considerar la biofilia en un sentido expandido, desde ese “amor a la naturaleza” como un vínculo intenso con el Paisaje, algo que ya enunciara de aquella manera tan bella y humanizada Fernando González Bernáldez cuando hablaba de la “adaptación afectiva al entorno”, tanto si entendemos el paisaje desde planteamientos sistémicos como el conjunto de patrones visuales y estructuras que observamos en un lugar, las funciones y flujos de sus elementos y la dinámica de su evolución, o como definió Francisco Díaz Pineda, la "percepción plurisensorial de un sistema de relaciones ecológicas”. Incluso si lo entendemos tan sólo como mero constructo mental, aquella porción del mundo que percibimos como escenario, un escenario al que pertenecemos y en el que nos desenvolvemos con otras especies y cuya dinámica influimos con nuestras actividades. Un escenario en el que sin embargo los actores no son únicamente seres vivos, sino también elementos no vivos (aunque esta consideración sea a veces un tanto arbitraria), como el geosistema, que junto a la dinámica, la historia implícita del lugar (el criptosistema), hace que lo que vemos (el fenosistema) sea como es en el momento en que lo contemplamos.

El genius loci comienza actuar ya en y desde esos elementos de la gea, como fácilmente podemos ver en As Salgueiras: la geomorfología de colinas y valle, los cursos de agua, la laguna, la braña en lo alto, los penedos que afloran… y singularmente la peña hendida junto al carballo que la abraza, y que para mí simboliza esa unión en el paisaje de los factores bióticos con los abióticos.

Y desde esa consideración expandida de la biofilia, incorporando también los elementos aparentemente no vivos (pero con su propia dinámica y su interrelación con los elementos vivos y sus procesos, incluso condicionándolos) constatamos que el paisaje también tiene efectos terapéuticos, y así se está empleando especialmente en el mundo anglosajón.

El estar en el paisaje, el contemplarlo, y el deambular sintiéndose parte de él, el paseo (como ya meditara Thoreau) nos hace bien y nos libera interiormente, y eso va más allá de la terapia, es algo bueno para todos.

21 de octubre de 2010

Cifras que asustan

Por Pedro Tasende

La organización ecologista WWF acaba de hacer público su “Informe Planeta Vivo 2010”, un análisis en profundidad sobre la salud del planeta, la situación de los recursos naturales y el abuso que el hombre hace de ellos.

Las cifras son espeluznantes. Por ejemplo, los investigadores de WWF alertan de que cada año se destruyen 13 millones de hectáreas de masa forestal. No tengo capacidad para imaginarme el número de árboles que se pueden encontrar en esa superficie de terreno, pero la cifra es tan escandalosa que me produce dolor en el corazón y en la conciencia simplemente pensando en ello. Lamentablemente, esto es solo una muestra. La lista de agresiones al medio se mide en leguas.

Desde hace tiempo las autoridades ambientales han acuñado el término Huella Ecológica para expresar el deterioro que las actividades humanas provocan en el medio natural. Esta medida tiene relación con la cantidad de espacio natural “sano” que sería necesario para compensar el estropicio provocado por nuestras actividades. Pues bien, a día de hoy, necesitaremos dos planetas como el nuestro para satisfacer la demanda de recursos naturales.

Lo peor de todo esto es que nos hemos acostumbrado a estas cifras, a balances e informes que arrojan luz sobre la evidencia pero no sobre nuestras conciencias. Es un mensaje frío que habla de una realidad a la que le damos la espalda reiteradamente.

19 de octubre de 2010

Reflexiones de un bulldog

Por Manu Iglesias

Hola. Permita que me presente. Yo soy un perro, un bulldog. Pero no un bulldog cualquiera puesto que estoy escribiendo para usted y, como sabe, la escritura no se cuenta entre las habilidades de la especie canina. A esta anomalía mía hay que sumar el hecho de que no soy ningún perro concreto, como pudiera ser Milou, el perro de Tintín. Aunque Milou es un perro de ficción, al menos es un perro concreto: enano, peludo, nervioso y simpático. Yo soy un estándar de bulldog, un concepto. Me puede imaginar con grandes maxilares y una mandíbula inferior muy prominente que, al morder, hace presa con tozuda persistencia. Soy un perro imaginario que intento definir el ideal de mi raza. Asoman, o mejor dicho, asomaban dos caninos inferiores por encima de mis belfos. Un pliegue en mi moflete me da gran personalidad, y sirve para desviar la sangre de las presas de mi boca evitando así que me asfixie mientras muerdo. Tengo un morro muy achatado para hacer presa mejor.
Dicen que soy el único perro que no tiene hocico sino cara. Tal vez esto, a pesar de mi temible apariencia, me ha dado cierta popularidad. Se me ha representado muchas veces gruñendo amarrado con una gruesa cadena y exhibiendo un agresivo collar de tachuelas.
Tengo noticia de que algunos jóvenes, conocidos como skins o “cabezas rapadas”, se tatúan mi imagen en los brazos y formo parte de su iconografía. Al parecer, admiran mi fiereza y obstinación cuando hago presa. Sin embargo, con el paso de los años las nuevas modas me han obligado a cambiar. La función para la que fui artificialmente creado ya no es necesaria. Antes era más alto y atlético. Era más rústico y muy adaptado a la rudeza del campo y la vigilancia. Pero ahora mis dueños suelen vivir en pisos poco espaciosos, con vecinos que no toleran mis ladridos y temen encontrarse conmigo en el portal o las escaleras del edificio. Así que quienes preservaban la pureza de mi raza, mis criadores, decidieron buscarme otra funcionalidad, dada la alarmante falta de demanda de bulldogs. Poco a poco, modificaron mi aspecto y alteraron mi carácter. Me hicieron más bajo y manejable para hacerme más apto como perro de compañía. Ahora soy más gordito y pachorrento, como muchos de mis amos. Y mi cara, antes tan fiera, ahora es algo amable y bonachona. Como me han programado para aguantar largas horas de inactividad en un piso, he perdido facultades: corro el riesgo de morir de un sofocón a la mínima carrera. Y peor todavía: no puedo vivir ya en libertad. Si me soltaran en el campo a mi aire, puede que no sobreviviera ni un día en este mundo.
Hoy día los bulldogs hemos aprendido a ser cariñosos con los niños, a tener una expresión más humana. Por ser unos perros feos bastante “guapos” dicen que somos enternecedores. Aún alguna tribu urbana se sigue tatuando nuestra efigie pese a que ya no usamos collares de púas ni somos tan temibles. De hecho, el nuevo estándar de bulldog ya no admite nuestros otrora magníficos y sobresalientes colmillos con los que nos continúan representando en su piel algunos jóvenes de la especie humana. En los tiempos que corren esos colmillos serían calificados como un defecto del estándar ¿No es paradójico? Sé que hoy no suena bien decir esto, pero a veces no puedo evitar echar de menos mi fiereza de antaño.

17 de octubre de 2010

El cuento del delfín

Por Serafín Ortigueira


La mayor de mis hijas me pide muchas veces que le cuente un cuento antes de dormirse. Me duele reconocer que cuando respondo con negativa, me excuso con un "duérmete ya que es muy tarde y mañana hay cole". Por no decirle "pequeña, no te lo cuento porque no me apetece, la vida de los adultos es muy dura y tú no lo entiendes…estoy cansando…" Puede no ser un ejemplo de padre modelo pero pretendo mejorar. A veces me resulta más fácil ponerle el móvil en las narices y gracias al Youtube que vea un vídeo infantil, que para eso está la tecnología. Sin embargo, no creo que la proximidad de una pantalla emitiendo fotones o sabe Dios qué sea bueno para la vista de nuestros pequeños…

Un día cometí la “imprudencia” (catalogarlo así quizás debería avergonzarme) de contarle un cuento inventado por mí. Fue el cuento más ridículo jamás contado pero tuvo un éxito arrollador, como diría una crónica cinematográfica sobre el estreno de un título en cartelera. Tuve que repetirlo cien veces.

Ayer, volviendo a casa de un curso que me tiene muy enganchado, estaba ansioso por sentarme a leer. Las palabras escritas sobre aquellas hojas no habían cobrado sentido hasta entonces. En el aula te dedicas a copiar desenfrenadamente sin captar a veces el sentido de lo que escribes. Entre un montón de nombres de síndromes, enfermedades y demás, pude leer con claridad algo que me sorprendió. Me emocionó por un momento, pero la emoción dio paso a una profunda reflexión. Entre aquellas hojas pude leer: ….”investigaciones recientes han demostrado que contar cuentos infantiles a adultos enfermos les produce beneficios en el tratamiento del dolor, insomnio, depresión y un largo etcétera. En el caso de algunas patologías como ciertos tipos de fobias, se obtuvieron resultados curativos”. Parece ser que sacar al niño que todos llevamos dentro es terapéutico. Mi conclusión ante aquellas palabras, lejos de focalizarla en mis pacientes, me hizo mirar hacia mi hija que se había dormido en el sofá esperando a que su papá volviese de un curso. ¿Quizás esperando a que le contase un cuento? Prometo escribir en breve el cuento que tanto le gusta a María. Trata de un delfín, unos pescadores malos y unos niños que lo salvan de las redes malvadas…



15 de octubre de 2010

La burra

Por Paula Leyenda

Nos contaron esta historia en As Salgueiras: dos pequeños empresarios de la misma zona decidieron invertir, cada uno por su cuenta, en casas de turismo rural.
Uno de ellos hizo lo que pudo. No sabemos si por falta de medios, o para darle un aire más rústico, dejó la casa con un aspecto no muy cuidado. Al poco, conoció a un paisano que tenía un prado en el que pastaban una yegua con su potrillo. Le ofreció al dueño participar en el cuidado de los animales porque, pensó, podían ser un atractivo para los visitantes. El segundo inversor en turismo rural puso más empeño en que la casa tuviera un buen aspecto y un ambiente agradable. La decoró bien, adornó la fachada, se preocupó de cada detalle y dotó a las habitaciones del confort adecuado. Así los turistas se sentirían en el campo como en su propia casa.

Pasado el tiempo, pese a que su instalación no era muy cómoda, al primer empresario no dejaban de llamarle por teléfono los turistas. Y lo que les interesaba muy especialmente era cerciorarse de que, si hacían la reserva, podrían ver y acariciar a la yegua y al potrillo. Eran toda una atracción.
Todo el que pernoctaba en su casa quería repetir el año siguiente.
Siempre, eso sí, que se pudiera gozar de la compañía de aquellos animales.
El segundo empresario, el de la casa hecha y derecha, no daba crédito a lo que ocurría. Le dijo al otro: «Es increíble. Nos esforzamos muchísimo para cuidar a nuestra clientela y que repitan visita… Y tu yegua, sin hacer nada, ¡hace más que nosotros!» Nuestro afanoso segundo empresario no advirtió cómo, de forma espontánea, podemos llegar a empatizar con los animales. Las comodidades pueden pasar a un muy segundo plano al lado de las relaciones que establecemos con un animal. Cualquier coche es más cómodo que un caballo. Sin embargo, al margen de su funcionalidad, la relación que tenemos con un coche es emocionalmente muy pobre comparada con la que podemos tener con un caballo.
El segundo empresario, por suerte, sabía adaptarse a las situaciones: acogió a una burra en su casa rural. Y ahora recibe llamadas de los turistas que, antes de hacer la reserva, quieren asegurarse de que la burra sigue allí, porque sus hijos preguntan cuándo irán otra vez a la casa de la burrita.
Nos contaron esta historia, verídica y con protagonistas con nombre y apellidos, para explicarnos en qué consiste la biofilia que se estimula en As Salgueiras.

14 de octubre de 2010

Defectos de la naturaleza

Por Miguel Moreno

El viernes pasado no pude ir a As Salgueiras. Llovía demasiado. El anterior viernes sí fui. Aunque había nubes negras, no llovió nada. Preferí no ir con mis hijos por si el tiempo empeoraba. Estuve observando una sesión práctica de hipoterapia y charlando con los fisioterapeutas. Después, me di una vuelta por la finca.


Como conocí As Salgueiras durante el verano, no había visto antes todo ese campo con un tiempo tan nublado. En cualquier momento podía caer una tormenta y tardaría no menos de un cuarto de hora en encontrar un lugar en el que no me mojara. Para entonces, ya estaría calado hasta los huesos. Eso me hizo pensar que el contacto con la naturaleza es muy gratificante… hasta que la naturaleza se pone en mal plan. Que se lo pregunten a los damnificados por el terremoto de Haití o a los habitantes de Nueva Orleáns después del Katrina.


La naturaleza es amable pero, desde luego, también tiene momentos no sólo antipáticos sino letales para el ser humano. En As Salgueiras se saca partido a todo lo que la naturaleza nos puede aportar; y, hasta cierto punto, no se huye de los aspectos de la naturaleza menos amables. Asumir el reto que constituyen ciertas hostilidades de la naturaleza también puede ser muy benéfico para cualquiera de nosotros. ¿No tenemos que aprender a vivir con los defectos de nuestros seres queridos, con los propios, con los de la sociedad, etc. para conseguir una vida lograda?


Por supuesto, la naturaleza no nos invita a la apatía, a que nos quedemos soportando el chaparrón; nos exige que encontremos refugio. Del mismo modo, la aceptación de nuestros semejantes con sus defectos no implica que renunciemos a mejorar, pero sí a que seamos realistas y distingamos entre aquello que podemos cambiar y aquello que tenemos que aguantar con un prudente estoicismo.


La naturaleza es una gran escuela.