5 de diciembre de 2012

El ojo de la ballena



En la decoración de las ánforas y los motivos de los mosaicos de los griegos clásicos, los nadadores aparecen representados sobre mares de geométricas olas, surgiendo de las profundidades unos delfines, el dios Poseidón y los gigantescos leviatanes.

Hace algunos años con rumbo al estrecho, amanecimos en el mar de Alborán sin viento alguno. El velero avanzaba a motor con un run run cadencioso que invitaba a seguir en el catre si no fuera por un sol que inundaba la camareta con calor y luz penetrantes. Sobre la cafetera que desprendía un aroma intenso a café recién hecho, se balanceaba un colgante con delfines de metal dorado que tintineaban al golpearse entre ellos. Al abrir los ojos poco a poco para evitar la intensa luz, llegué a pensar que seguía soñando, pues todo parecía perfecto y pulcro, incluso el cielo impoluto y el sol no parecían reales, pues a tan temprana hora ya lucía radiante.
Al subir a cubierta sentí en mi cara el escaso viento que producía el velero al avanzar sobre el mar en calma chicha. Al poco rato vimos asomar sobre la superficie unos grandes lomos negros. Era una familia de ballenas piloto que se entretenían chapoteando. Poseído por un impulso incontrolable, apagué el motor y cuando la bomba de agua escupió la última bocanada de agua por el costado, todo quedó en silencio mientras el velero avanzaba durante un tiempo por efecto de la inercia. Los grandes mamíferos marinos nos siguieron hasta que el barco se paró y quedó suavemente mecido por un imperceptible mar de fondo. Un bolígrafo en la mesa de cartas empezó a sincronizarse con el balanceo y el repiquetear de los delfines de metal que nos llegaba desde la camareta. Aquellas ballenas asomaron sus cabezas y nos observaron con sus enormes ojos negros. Me pareció que cada uno a través de su mirada nos hablaba. Unos se mostraban curiosos, otros amables, incluso alguno receloso y amenazante. 


Sin precaución ni prudencia alguna, de los tres que compartíamos navegación, uno se quedó al cuidado del velero y los otros dos nos dejamos descolgar suavemente por la escalerilla de popa sumergiéndonos en unas azules, quietas y transparentes aguas que destellaban bajo la luz de la mañana.
Me he bañado en medio del océano a profundidades de miles de metros. En aquella aparente desierta inmensidad, no puedo evitar el pensar en las numerosas y extrañas criaturas que pueblan los fondos abismales que a miles de metros adivinas bajo tu cuerpo. Aquel día sin embargo, nos pareció que estábamos solos en un espacio infinito imbuidos en un tiempo que se había detenido. Los cetáceos, se acercaron a nosotros y sincronizaron sus cuerpos con nuestros movimientos. Dejaban que nos aproximáramos y casi podríamos llegar a acariciarlos sin poder alcanzarlos nunca. Con un leve y casi inapreciable movimiento, siempre mantenían entre nosotros y ellos un palmo de distancia. Los primeros en acercarse fueron unos mas pequeños, a los que siguieron otros más voluminosos. Uno de los más grandes se quedó quieto delante de nuestras cabezas. Parecía desafiante al principio, pero su mirada pronto se tornó inquisitiva y curiosa, pasando al final a parecer tierna y confiada. Sonreímos y nos pareció que él nos devolvió la sonrisa. ¿Cómo podría ver la expresión de una sonrisa únicamente en la mirada de un ojo tan grande y negro que yo mismo podía verme reflejado?
Os doy mi palabra: los dos que aquel día nadamos entre ballenas piloto, cuando sacamos la cabeza para tomar aire, comentamos al unísono:
¿Has visto? Nos ha sonreído.
Muchas veces, el recuerdo de aquella mañana me sirve de bálsamo para los sinsabores del día a día. Quizás todavía viva aquella curiosa ballena que nos observó por breves momentos. Quizás sea la nieta de la que un día guió a los argonautas. Quizás las rizadas olas que se forman en la estela de mi velero, sean hermanas de las que inspiraron las olas de las ánforas y los mosaicos, quizás la expresión de los ojos de aquella ballena inspirara a los griegos la misma ternura que a nosotros aquel dia y como a nosotros nos recordó que un día fuimos los mismos seres, hermanos primigenios en la cadena evolutiva que un día nos separamos y pasadas millones de generaciones, nos volvimos a encontrar fundidos en un mar transparente e impoluto, aquel día en el Mediterráneo.

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