11 de octubre de 2013

Menos móvil = Más realidad


Los números son contundentes: la mitad de los menores de 10 años que viven en la Unión Europea utilizan el teléfono móvil. En España, según los datos del Estudio sobre seguridad y privacidad en el uso de los servicios móviles por los menores españoles, elaborado por Inteco, la edad de inicio oscila entre los 10 y los 12 años, con la realización de fotografías, el acceso a las redes sociales y a los juegos como usos más extendidos. Frente a este virus de la conexión telefónica permanente, padres y consumidores se esfuerzan por fomentar un consumo responsable de tiempo, gasto y servicios. Cerca de un 20% de los menores aseguran haber sufrido algún tipo de estafa o fraude a través de su móvil. Asimismo, padres, pedagogos y  unidades especializadas de las fuerzas de seguridad, trabajan para atajar fenómenos como el ciberacoso, la difusión de datos de la intimidad de los menores o el acceso de éstos a contenidos de carácter sexual inapropiado para su edad.
 
Junto con estos riesgos bien conocidos, la omnipresencia de los teléfonos móviles presenta otras implicaciones cognitivas y educativas que conviene analizar. En ocasiones se menciona la moda japonesa de los hiquicomoris, adolescentes que se encierran en sus habitaciones y solo se relacionan con el mundo a través de sus terminales de ordenador, como un ejemplo extremo de los riesgos del abuso de las nuevas tecnologías. Convendría que nos preguntáramos si la presencia masiva del móvil no nos convierte, a nosotros y a nuestros hijos, en un nuevo tipo de hiquicomoris, capaces de salir de la habitación, pero incapaces de interactuar con el mundo sin el filtro del teclado virtual o la cámara de nuestro teléfono móvil.

En la etapa final de la infancia y durante la adolescencia, se producen una serie de cambios fisiológicos y psicológicos claves en el desarrollo personal. Buena parte de estos cambios se realizan a partir de un proceso de aprendizaje que implica un nuevo modo de aprehender el mundo. El desarrollo invita a interactuar de un modo nuevo con el entorno y con nuestros semejantes. El niño se siente capaz de probar nuevas cosas, de renovar su interacción con el entorno, de intentar nuevos retos. Desde el incremento de la autonomía personal a las primeras relaciones sentimentales, todo pide una mayor implicación del sujeto, una mayor reflexión acerca de qué y el porqué de las cosas.

Del mismo modo que jugador y espectador son papeles diferentes, actuar pendiente de fotografiar lo hecho con un teléfono móvil distorsiona el modo de actuar. Los grandes reporteros gráficos señalan que la cámara marca una distancia entre ellos y la realidad que retratan. Esta distancia, que permite a un adulto realizar fotos en un campamento de refugiados o en una tragedia ferroviaria, puede resultar negativa para menores que, en un momento clave de su desarrollo, necesitan implicarse en sus experiencias, hablar con sus semejantes. Las fotos de una visita al campo no pueden sustituir la experiencia de subir a un árbol o acariciar a un animal; el intercambio de mensajes breves no sustituye a una conversación; tener 5.000 amigos en las redes sociales no elimina la sensación de soledad; un broma pesada recogida en vídeo se despersonaliza y se diluye el malestar que puede haber causado; un beso colgado en Facebook deja de ser magia entre dos para ser consumo de todos.

En Nueva York, ese gigantesco laboratorio humano, empiezan a ser frecuentes las invitaciones a bodas o actos de todo tipo que explicitan la prohibición de llevar móvil. Y en muchos restaurantes se ha puesto de moda un juego que consiste en dejar los móviles en el centro de la mesa. El comensal que no resiste la tentación y contesta una llamada o coge el móvil para realizar una foto, debe pagar la cena. Parece oportuno que pensemos también en diseñar espacios y horarios sin móvil para los menores. Porque no necesitan mirar el mundo sino zambullirse en él.

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