16 de septiembre de 2010

Parque para cinco o seis niños

Por Miguel Moreno


Después de mi experiencia en As Salgueiras, quise contrastar lo que me dijeron en la finca. ¿Hasta qué punto mis experiencias positivas no eran fruto de la sugestión? Después de todo, yo nunca había pensado en eso del juego libre, la socialización y en sus presuntos efectos cuasi-terapéuticos. Fui con mis hijos a un parque normal, idéntico a los que frecuento con ellos en Madrid.

Estaba cerca del río del pueblo. Al llegar, nos topamos con la valla de colores que limitaba el área de juego. La entrada estaba en el otro extremo. Mi hijo hizo el amago de saltar la valla. Me miró para averiguar qué me parecía su maniobra. O tal vez por si había suerte y, en un despiste mío, daba el salto sin que nadie le incordiara. Pero yo estaba pendiente y le señalé la entrada: Nicolás… Por allí. Así que se bajó de la valla y se dirigió hacia el acceso del recinto. Empezamos bien. ¿Por qué diantre no le dejé saltar la valla? Seguro que yo no la salté porque se supone que soy un padre formal pero ¿qué había de malo en lo que iba a hacer mi hijo? Es más, ¿qué puede ser más divertido que el salto de valla en un parque? Me quedé con cierta sensación de aguafiestas cuando entramos en el parque por el sitio adecuado.

Mis dos hijos se desperdigaron por el área de juego y yo me apoyé en la valla. Nieves, la pequeña, se subió a una silla de columpio y tomó impulso para balancearse. Nicolás comenzó a escalar por una torre con un puente que la unía a un tobogán. No subía por las escalerillas, sino por las barras que unían las patas de aquella torre. El parque tendría unas aceptables dimensiones si jugaran en él cinco o seis niños. Pero allí había unos quince chavales y seis adultos sin contar conmigo ni con los niños y padres que estaban en los bancos fuera del recinto, que de vez en cuando también entraban. Había muy poca distancia entre los columpios, unos dos o tres metros. Seguro que habrá una normativa, pero debe ser como la del código de circulación: no evita los atascos. Tuve que pedirle a Nicolás que dejara de hacer el mono y no obstruyera el paso por el puente de la torre. Su hermana no tardó en subir también a la torre: ¡Hola, papá! ¡Hola, hija! De no ser por el trecho que nos separaba, aquel saludo me habría destrozado los tímpanos, pero no procedía que Nieves bajara la voz, porque en medio de aquel griterío uno no podía oír nada si su interlocutor no elevaba el volumen más que el prójimo. En este tipo de comunicación, mis hijos son unos auténticos superdotados. Cuando se trata de decir las cosas alto y claro, a su edad sólo tienen que mejorar un poco lo segundo. En lo primero van sobrados. Han asimilado realmente bien la experiencia de los parques de Madrid y no hay columpio, por alto que sea, ni remoto rincón, desde el que no sean bien capaces de mantener una conversación conmigo o con quien haga falta.

¡Papá, hola! Hola otra vez, hija. ¡¡Papá, mira lo que hago!! Sí, hijo, ya veo. ¡Papá! ¡¿Has visto?! ¡Sí, hijo! ¡¡Y mira ahora!! Ten cuidado, hijo, ¡le vas a dar una patada a esa niña! Pasado un cuarto de hora, lo de «hola, papá», «mira, papá» y similares terminan incrustados en mi cabeza. El problema es que no sólo mis hijos chillan: el resto de los niños también se comunica como puede. Uno berrea porque se ha caído; otro ha visto antes un columpio y no va a permitir que le arrebaten lo que legítimamente le corresponde; a aquel le han pisado una mano; hay un propietario de una codiciada bolsa de patatas al que rondan dos criaturas que le instan a que tenga a bien no comerse él solo las patatas; una madre, desde un banco fuera del recinto, le hace notar a su hija que se puede caer si sigue subiendo más arriba por el columpio; un padre le chilla a su hijo para que éste deje de decir tonterías y no chille a su hermana…

Llegado un punto, permanecer en el parque empieza a resultar insufrible. Miro el reloj y todavía no llevamos ni veinte minutos de columpios. He venido a este parque para ver cuánto había de cierto en lo que me comentaron en As Salgueiras. Antes de irme, ya sé que es cierto lo que me dijeron.

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